Capítulo I

Llegamos luego de seis horas de viaje en una cúster rural que parte todas las madrugadas desde el distrito de Ayacucho a un costo de treinta soles por persona. En el camino vimos un poblado llamado Pacobamba formado por los desplazados durante la época de violencia. También un cementerio. Fueron cuatro las inspecciones realizadas por las Fuerzas Generales durante el camino, donde el cobrador, además, repartió a todos los pasajeros bolsitas de plástico para las náuseas provocadas por la forma serpentinezca del trayecto. Antes, hace catorce años atrás, llegar a Chungui significaba hacer un viaje en carro hasta Sacharaccay, donde finalizaba la carretera, y luego dos días a lomo de caballo. Recién, en el año 2000, se ha construido una carretera hasta la comunidad de Chungui, aunque la mitad de ésta no se encuentra asfaltada y a pesar que falta prolongarla a más de la mitad de las 11 comunidades campesinas y 42 anexos que conforman este distrito.

“Oreja de Perro” lo llamaron los militares desde que llegaron en el año 84, pero Chungui significa “Sitio Solitario”. Un lugar aislado, que se encuentra entre las cuencas de los ríos Pampas y su convergencia con el río Apurímac, y preciso para aquellos afortunados que continúan midiendo el tiempo por estaciones, sus pensamientos por generaciones y sus acciones son prudentes y sosegadas como la naturaleza misma cuando se encuentra en armonía con el hombre. Nosotros, el fotógrafo y yo, somos los únicos turistas en la comunidad. Nadie se acerca a hablarnos, hace mucho frío y estamos sobre las nubes, aproximadamente a 3500 msnm. Casi todos, incluyendo los niños, hablan en quechua. Precisamente un día antes de salir hacia Chungui visitamos, en Ayacucho, El Museo de la Memoria de las Madres de ANFASEP (Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos de las zonas declaradas en estado de emergencia del Perú), y ahí nos enteramos que en las zonas rurales y en las regiones más pobres se produjeron la mayor cantidad de víctimas y que cuatro de cada diez víctimas fueron de Ayacucho y tres de cada cuatro fueron quechua hablantes. Divisamos pocos hospedajes en Chungui y nos quedamos en el primero al que llegamos, no sin antes sorprendernos por ver a dos militares con escopetas caminar tranquilamente por la calle principal, como un perenne recordatorio que este pueblo aún está en alerta de que algún “zorro” descienda de los montes.

En el hospedaje hay varios pósters. En uno de ellos aparece una pareja de campesinos cocinando y los ingredientes tienen escritos las palabras: “no violencia”, “inclusión”, “igualdad”, “tolerancia”, “honradez”, “justicia”, “diálogo”, “respeto”, “cooperación”, “unión” y “amor” y unas frases en quechua que me molesta no comprender siendo peruana: “Hallin Kausananchikpaq” “Lluymi Llamk’ ananchik”. Otro póster decía “no basta con hablar de paz, uno debe de creer en ella y trabajar para conseguirla.

” Vemos construida la estructura de un Banco de La Nación que aún no está en funcionamiento; un local de las Fuerzas Armadas llamado DINOES (Dirección Nacional de Operaciones Especiales), en cuya fachada dice “misión: eliminar la amenaza”. El local tiene dibujado, en una de sus paredes pintadas de camuflaje militar, una calavera y el lugar se encuentra protegido por zancos de arena, uno sobre otro, formando un muro de dos metros; no hay Internet. Vemos una ambulancia en buen estado, un colegio amplio, algunos burros y gallinas que se cruzan en el camino. Las casas son de piedra, otras de adobe y quincha, los techos son de doble agua y tejas y otros de calamina. La mayoría de mujeres continúa vistiéndose con coloridas y abultadas polleras y con los típicos sombreros andinos que les brindan un aire misterioso y de distinción. Un grupo de hombres entre 20 y 30 años juegan fútbol; las mamachas conversan en complicidad sentadas en las bancas que se encuentran en las fachadas de sus casas, mientras sacan y comen canchita serrana de sus bolsillos. Veo un local que dice “Alfabetización: primero nosotros, luego el resto”. Bajando por el camino principal se encuentra la plaza central hecha de piedra que parece relativamente nueva: con bancas, flores de varios colores, basureros, faros y la estatua de La Virgen del Rosario, patrona de Chungui, coronándola. En el monumento está inscrita la historia de los pobladores de Chungui. Personas luchadoras, primero; después contra los hacendados y, en 1982, se construyó el Comité de Defensa Civil, hoy denominado Comité de Autodefensa y Desarrollo de la Comunidad (CADS), formado por campesinos que lucharon contra los terroristas de Sendero Luminoso, pese a que la población de Chungui tuvo que cuidarse de todos, militares y campesinos, porque no hay nada peor que tenerle miedo al miedo.

“Oreja de Perro” lo llamaron los militares desde que llegaron en el año 84, pero Chungui significa “Sitio Solitario”

cHUNGUI, SITIO SOLITARIO

En el campo, cuántas cosas han pasado
Chungui se encuentra protegida por montañas, a las que solo se le ven sus faldas y cimas que conversan, cada cuanto, con las nubes que descienden del cielo. Montañas que cuidan a todos aquellos espíritus que, a pesar del tiempo, persisten en sus puestos hasta ser encontrados por sus seres queridos. Montañas llamadas Apus, que son los espíritus que habitan en ellas, de donde descienden los ancianos y en donde habitan los antepasados, cuenta la cosmovisión andina. Esas montañas han abrasado a parte de los 24 mil desaparecidos que dejó el Conflicto Interno Armado. Se sabe que alrededor de 18 mil personas desaparecidas fueron identificadas por nombre y apellidos. Existen, además, 5 mil víctimas que no fueron reportadas y otras muchas que no fueron siquiera documentadas por ninguna institución o proyecto. Según el Equipo Peruano de Antropología Forense (EPAF) aún faltan 15 mil desaparecidos, sino son más, en ser encontrados y retornados a sus familias para que éstas cierren, de alguna forma, un duelo que parece eterno. El poblado de Chungui ha sido calificado por la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) como una de las zonas más violentadas en todo el Perú y entre los años 1981 y 1993 se constató un descenso del 47.5% de su población. El teniente alcalde de Chungui, Pablo Vílchez Cárdenas, quien ya lleva algo más de cuatro años en el cargo, nos cuenta que hace tres años hubo un conteo de 7200 pobladores en todo el distrito, misma cifra registrada en el año 1982, hace treinta años atrás.
Las 40 fosas
Ángel Quispe de 44 años, dueño de uno de los pocos hospedajes y restaurantes del pueblo, nos llevó al día siguiente de nuestra llegada a conocer una ladera que albergaba más de 40 fosas comunes que fueron desenterradas hace dos años. El lugar queda a pocos minutos de la plaza principal. Está tan cerca del pueblo que puedo escuchar sin problemas la música de una radio. El verde ya creció sobre ellas, lo suficiente para simular que son ahora parte del paisaje y, al mismo tiempo, para que uno se dé cuenta que no lo son. “Debe quedarse así, nadie debe utilizar esta tierra para nada”, me dice Ángel, quien acompañó a los antropólogos, sociólogos y médicos cuando desenterraron los cuerpos, pero quienes dirigieron aquel grupo al lugar fueron los hombres mayores del pueblo. Muchos de ellos saben dónde sepultaron los cuerpos y muchos otros simplemente no quieren recordar algo que tienen tan presente. Porque muchas veces para sobrevivir, no hay que pensar en los seres queridos ni en el mundo que hay al otro lado de los muros. Porque muchas veces se habla con el silencio.
Emilia y Maximiliana Juárez

Hay alrededor de quince señoras que se quedan en la Iglesia al finalizar la misa, celebrada cada domingo de nueve a once de la mañana. Ellas continúan cantando una canción en quechua, que suena a lamento, frente a las cincuenta velas que se mantienen prendidas. Yo las espero a la salida. Una de ellas se me acerca. Es Emilia Juárez, tiene 75 años y es responsable junto con su hermana mayor, Maximiliana, de ocultos ojos verde azulados, del cuidado de la Iglesia. Son tímidas y hablan y ríen entre ellas en quechua. Ambas, mantienen una mirada fulgorosa que parece absorber todos los colores de la naturaleza y, al mismo tiempo, mantienen la misma mirada taciturna y pulcra de quienes van en un prolongado luto, uno silencioso y sin lágrimas, como corresponde a las normas de tristeza en un lugar habituado a la dignidad del dolor, donde uno puede ver la alegría sin goce y el dolor sin sufrimiento. Me cuentan que ahora están mejor, porque se ha construido la carretera y que antes se demoraban tres días a caballo hasta Tambo para así llegar a la feria de los días domingos; que siguen sembrando maíz, papá, oca y trigo para su autoconsumo y que sus hijos se encuentran viviendo y estudiando en el distrito de Ayacucho.

⎯¿Cómo fue la época de violencia? ⎯ “Ay mamacita (silencio) Sin hijos, sin esposos”, escucho casi susurrando, como si el viento hablará más que sus palabras. 

  ⎯¿Cómo lograban salir adelante? ⎯ “Luchando, peleando. Estoy sorda mamacita, no sé. Yo me olvido de esas cosas,” me dice Emilia molesta y fastidiada. 

  Maximiliana no habla conmigo, solo con su hermana y en quechua. Sus rostros se encogen, sus cuerpos también, pierdo sus miradas sepultadas en el suelo. ¿Quién soy yo para traerles recuerdos dolorosos? Comienzo a retroceder lentamente, arrepentida por haberles hecho esas preguntas, cuando de pronto un señor se acerca e intercede por mí. Entonces, cambio radicalmente de tema y les pregunto sobre la fundación de Chungui y entre vagos recuerdos de relatos escuchados por sus abuelas discuten, en quechua y castellano, sobre la veracidad de una historia con distintas versiones acerca de un cura, un tigre y una cueva. Sus rostros se transforman en un abrir y cerrar de ojos, los secretos se han enterrado nuevamente en esos dos puños que laten contra viento y marea, porque nada ni nadie ha vencido los espíritus de estas dos mujeres, que se han acompañado como hermanas, como esposas, como madres, como cómplices, como víctimas y como heroínas, sin saber que lo son.  

dos mujeres, que se han acompañado como hermanas, como esposas, como madres, como cómplices, como víctimas y como heroínas, sin saber que lo son.

Porque muchas veces para sobrevivir, no hay que pensar en los seres queridos ni en el mundo que hay al otro lado de los muros. Porque muchas veces se habla con el silencio.